viernes, 4 de diciembre de 2009

El ascensor


Esperar frente a un ascensor. El viento es el más frio que puede correr en ese diciembre.
Una hora de ver abrirse y cerrarse una puerta.

"Baja. Deje la puerta libre, por favor. Primer piso"

Sus ojos ya simulan el ir y venir de la gente, los pisos que suben, las puertas.... el ir y venir de una ilusión.

Arriba
el viento pasa
debajo de tus pies
no te corta
o te seca la cara.
Abajo
es simplemente
un cuadro más
sin alas
y con la tierra
recordándote
donde estás.

Una hora de abrirse y cerrarse una puerta.
Es como un juego: abierta, se te sube el estómago a la boca; cerrada, bajan los párpados como buscando explicacion a ras del suelo.

Arriba
la boca tiene
otro sabor
similar al de
tiza de estrellas.
Abajo
es simplemente
una ausencia
de colores
y con el reloj
recordándote
que usó las escaleras.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Cierto Mario



Cierto que no pudo terminar de estudiar. Mario soñaba con llevar clases de pintura; a nadie le ha mostrado esa carpeta donde guarda unos cuantos bocetos. Yo los vi una vez que buscaba unas medias bajo la cama: ahi estaba, empolvada y sin mucho cuidado. Mario no sabe que lo sé.
Cierto también que cuando comenzó a fumar ya no pudo dejar de hacerlo. Primero me dijo que solo quería saber qué se sentía un poco de humo cavando trayecto hacia sus pulmones. Ahora puede fumarse dos o tres paquetes por día. Pero él sabe que yo no digo nada, que no opino, que solo no hablamos del tema.
Cierto que se siente un poco delgado. Dice puede ser porque tiene una grave gastritis que le impide comer bien, cualquier cosa, por mínima que sea, puede ocasionarle malestar y tirarlo en la cama por varios días. Por eso prefiere comer poco. He ahí la razón por la cual comienza a ser una pequeña línea vertical.
Cierto además que muchos lo ven pero lo dejan pasar. Yo lo conocí en un autobús, cuando me dirigía al trabajo. Mario llevaba a un pequeño en brazos y un gran bolso con pañales, biberones y ropa de niño. Todos tuvimos que ver con él porque Emanuel lloraba y lloraba. Las mujeres hacíamos caras de ternura ante aquel cuadro paternal; solemos derretirnos por completo al ver a un hombre con un pequeño. Los hombres, algunos, solo volteaban a ver y sonreían; otros, como siempre, lo dejaban pasar. Yo iba a su lado, así que me aproveche para entablar conversación.

Cierto. Cierto que hablamos y me contó lo de sus dibujos, donde poco después comprobé que existían. Cierto que sentí su olor a cigarrillo, ese que ya se desprende por los poros de sus brazos. También cierto que me comentó de sus malestares, justo ese día había tenido uno de los peores ataques. Cierto que no lo dejé pasar y ahí comprobé que cuando muchos lo regañaron por no terminar sus estudios, por tener un vicio o por alimentarse mal, nadie, por dejarlo pasar, sabe que él tienen suficientes razones para vivir.

domingo, 25 de octubre de 2009

¿Y todo eso en un autobús?




Sí. Cuando me preguntan que dónde paso la mayoría del tiempo, he de decir siempre que mi vida viaja en los asientos de atrás de un autobús.

Muchos se niegan a usarlos para evitar las presas, para conseguir llegar a tiempo, para tener un cómodo y placentero viaje o para solo guardar un poco más de privacidad. Sin embargo, puedo asegurar que todo eso también se logra en este singular medio de transporte.

Cuando no es que te enteras de que los novios ahora discuten por cómo se viste otra gente, te das cuenta de que al lado llevas a un gracioso imitador de Daddy Yankee, quien canta a capela y sin reservas una de sus piezas favoritas que guarda en un walkman de los viejos. Luego te fijas en que un niño llora o que una señora sube con las bolsas del mercado y se tambalea tanto por el movimiento del arranque que crees quedará hecha puré con verduras y frutas en el suelo.

Si te sientas al inicio, puedes conocer en detalle al chofer: cómo da el cambio del pasaje, si cuenta mucho las monedas, si irrespeta la ley usando su celular, si compresiona donde tú lo harías o si solo no acostumbra fijarse mucho en el retrovisor. En el medio del autobús conoces lo horrible que es ir apretujado, con traseros en tu cara o rodillas que chocan unas con otras. Es aburrido el centro. Atrás, la parte de atrás, tiene un toque interesantísimo: vez marcar una danza de cabezas: en las curvas todas se tambalean hacia la derecha... hacia la izquierda... y en un frenazo retumban y se descoordinan.

Descubres vendedores de postales de Hello Kitty, quienes solo piden sin decir nada o aquellos que a cambio de "Derroche", de Ana Belén, te pedirán una moneda. Están quienes se sostienen de las barras o maleteros y quienes olvidan cuadernos, bolsas o lo que sea en ellos.

Únicas son las personas que huyen de tocar tu mano o tu cabeza por equivocación o quienes se disculpan siempre al hacerlo.

Muchos detestean a los "majones en potencia" que van por el pasillo entero dejando pies aplastados. Quienes te empapan con sus sombrillas cuando llueve o los que buscan la ventana para abrirla de par en par y dejar por algún lado marañas de cabellos despeinados. Los que leen o los que miran y miran el reloj porque no tomaron el bus a la hora justa.

Los que ceden los asientos o aquellos que discuten cuando esto no sucede; los altos que pegan su cabeza en el techo o los bajitos, a quienes no les queda más remedio que salvar su equilibrio en los asientos.

Sí. Todo esto en un autobús. Y cuando te subes en ellos te conviertes en un más: uno que ronca, uno que hace malas caras, el que se tira un pedo o el primero en olerlo; el que toca el timbre a los demas o quién usa el campo de en medio; quien cabecea al dormirse o el que guarda espacios para alguien. Te conviertes en uno más, uno más que también es quien reconoce que esas monedas vale la pena sonarlas en la mano antes de que pase el bus.

martes, 29 de septiembre de 2009

EL jinete oscuro




Solían llamarlo el jinete oscuro por su porte taciturno, sus ropas negras y su paso marcado.

Nunca supo si le desagradaba aquel sobrenombre. Lo que sí sabía era que no tenía dinero para comprar otros vestidos, que su color preferido era el negro y que su pie izquierdo estaba incompleto, por lo que parecía que -en vez de caminar- montaba un caballo.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Alberto


La afición por las ventanas describe la importancia que para muchas personas tiene el acto de observar. Para Alberto, subir con su mamá a un autobús, ir hasta el último asiento y quedarse de pie, para por fin mirar por la ventana, es la travesía matutina que como resultado traerá una sonrisa.

Alberto no piensa ni sabe por qué su mamá le da un baño, le da de comer o lo lleva a la escuela. Nunca sabrá cuál es el tamaño de su corazón y mucho menos si el costo de la vida es elevado o no. Sus ojos abiertos y verduscos más esa sonrisa llena de sensibilidad y emoción son lo único que siente; puedes hablarle, llamarlo por su nombre, contarle que en casa tienes cinco clases distintas de autos de carreras, una bolsa de canicas o un robot que habla, y él te ignorará como si fueras solamente un pedacito de aire, una moléculas más que se gastó en el espacio, un ruido incómodo que hace se toque las orejas. No existes. Nadie existe.

Lo único real aquí son las ventanas y Alberto.

martes, 25 de agosto de 2009

Semblanza de un 25 de agosto


Esta no es la semblanza de un filosofo, un poeta, un medico o un alto y distinguido miembro de la sociedad. No pretende ser un discurso mentiroso, así que tómese por cierto lo que en él se escuchará.

Esta es la semblanza de una mujer que nació de un vientre repleto de musgo; de un vientre doloroso que la cobijó y alimentó sin medida.

Aficionada a los árboles, las charcos, los columpios, las enaguas y las jarras, les hablo de una mujer que atrapa sus sueños en una red de plumas que cuelga sobre su cabeza. Odia decir que no y el corazón se le hace pequeño, se le cierra, cuando alguien comete una injusticia.

Carga una culpa desde que tenía 4 años: la de elegir entre el bien y el mal, por lo que anda por la vida dejando de actuar por miedo y dejando que este le dicte, muchas veces, el camino por recorrer. Sin embargo, ama la vida y el olor de la madera; junto con esto, una pequeña guitarra que le ayuda a inventar tonadas, esculturas en el sonido y dibujos en el aire fresco.

Le teme a la muerte, por misteriosa y oscura, porque intenta que la luz le domine el cuerpo. Abraza cuando quiere, llora cuando quiere, intenta ser feliz y hacer que los demas sonrian.

Ella quiere una casa de madera llena de cuadros por los pasillos, una marimba y un acordeon. También sueña viajar al sur y al otro lado del mundo. ¿Para qué? Pues dice que se le compliria un sueño, dos, o tres... de esos que guarda en la red de plumas.

Cree que los niños son las mejores criaturas del mundo, por eso cuando ve uno le duele el estomago y quiere de una vez tomarlo en sus brazos o hablar con el. Dice que son los que le alimentan una buena parte de sus mariposas, las que una vez le contaron tenia en su vientre, además de otras cosas que las hacen brincar.

Gusta de libros, de poesia, de novelas, historias que le narra su abuelo y otras que le inventa ella a los demas.

Sueña con aprender a cantar para que se le salga mucho de lo que lleva adentro y por eso es una semblanza de una mujer que se calla para escuchar a la ciudad, a los ojos de los demas, a los pies de quienes creen no llevar camino.

Es una semblanza de un 25 de agosto, uno no reconocido, uno apenas visto por algunos... uno abierto para muchos, mientras el tiempo no pare de correr.

jueves, 20 de agosto de 2009

El sepelio



Cuando la enterraron, sentimos, y hablo por los otros porque creo que fue así, sentimos un nudo que quería estallar cada vez que clavaban esa caja hueca.

Caras y gentes. Algunas desconocidas, otras devastadas por el verdadero dolor, muchas hambrientas que sólo esperaban el té y los bocadillos que se reparten al final. Lágrimas, muchas lágrimas. Tantas que podríamos llenar un pozo y abrirlo al público venga, visite el pozo de los lamentos. Maravillosas aguas curativas que le sanan todo padecimiento. Algo así pudimos haber pensado, los tiempos suelen ser difíciles.

No pediste vestidos o maquillaje. Siempre te detalló esa simpleza. Inclusive, en casa, usabas un par de sandalias blancas con decorado chistoso: unas conchitas formaban algo como una flor, pero siempre pensamos que era la cara de un payaso... y estallábamos en risas... qué graciosos tus zapatos...
Ahora no se ríen. Quedaron bajo la cama.

Alguien suspira junto a mi oído y me siento agobiado. Entre tanto lamento suele faltar el aire y los pechos parece se ahogan con cada respiración. Me levanto, camino hacia la puerta. Noto que muchos miran mi cara y conversan. Vamos, digan las cosas de frente señoras, señores, distinguidos miembros de esta falsedad. Nadie supo quién eras en realidad. Y aún así vienen a llorarte, a deshacerse en elogios. Creo que sólo quieren el té y los bocadillos.

No pediste más que tres velas en el altar, dos coronas de margaritas y un jarrón lleno de agua al final de la puerta. Me pregunto para qué el agua ahora que lo observo a mi lado.

Algunos comienzan a marcharse y me despido de ellos sin ganas, sin más que movimientos de protocolo, un abrazo poco sincero y un agradecimiento seco, entre dientes. Uno a uno van partiendo sin palabras, con deseos y lágrimas falsas. Los bocadillos y el té se acabaron, apenas y pude alcanzar a probarlos.
Cada vez quedan menos. Me voy acerando de nuevo al espacio que ocupas, en silencio. Las velas se han ido consumiendo. Ahora pienso que te ayudaron a sentir menos la oscuridad de esa caja vacía. Estoy solo con tu caja, dos coronas de margaritas y un jarrón de agua. Y es aquí donde comprendo. Para que las flores crezcan es solo cuestión de regarlas, me dijiste hace tiempo.
Entiendo que sólo tú y yo sentimos esto que pasa: no hay bocadillos, sollozos, protocolo o miradas de ellos. Solo tú y yo sentimos esto. Tú en tu caja vacía, yo regando margaritas que no verás crecer porque te has muerto.

miércoles, 1 de julio de 2009


En la calle 3 de la Avenida Central, me puse en venta. Con un sombrero a cuadros, abrigo café, un par de sandalias, jeans desteñidos y mi blusa preferida, vendo mi espejismo.

Me detuve a mitad de la cuadra y quienes pasaron golpearon mis hombros, me majaron unas 10 veces, y debo decir que fue doloroso porque mis zapatos eran abiertos, o simplemente no me vieron. Durante dos días hice lo mismo: pensé que podía ser la vestimenta la que alejara a los posibles compradores, pues al ser algo extraña podía no hacerme ver atractiva.
Dos días.

El segundo, dejé el sombrero y usé unas prensas en forma de lazos; cambié los jeans por una enagua, que igual estaba desteñida, y mi blusa siempre será mi preferida. El detalle esta vez fue que me coloqué un pañuelo en la cintura.

En la calle 3 me puse en venta. La Avenida Central repleta.

Al final del día, una señora se detuvo. Confieso que sentí una enorme alegría, ese era mi día de suerte: alguien por fin me compraría. Ella se detuvo justo a mi lado y en silencio, como dejando escapar un secreto milenario, como compartiendo trucos para saber venderse, extendió su mano y me entregó, con disimulo, una toallita húmeda:
-El maquillaje suele alejar a los clientes.

miércoles, 17 de junio de 2009

Simetría

Así de sencillo es Damián: un pantalón a cuadros, camiseta llena de pintura, boina a rayas y esos benditos zapatos que consiguió en una apuesta. Puede no comer, puede olvidar ducharse un par de días, pero a sus zapatos, a esos no los olvida ni en sueños.
Se los ganó en una apuesta con unos chicos, en una de esas reuniones inesperadas que resultan de algunos de sus viajes. Apostaron a que ninguno sería capaz de acercarse a una muchacha y besarla. Ella estaba en una banca hecha con un tronco seco, en una cantina del pueblo donde se encontraban.
Damián supo que esos serían sus zapatos y decidido, tomó fuerza, se impulsó, dejó caer el banco donde estaba y sin pensarlo mucho se encaminó hacia la joven. De camino no pensaba más que en sus zapatos. Una vez cerca de ella, le tomó el rostro asustadizo, con gestos desconcertados, y la besó profundamente. Dejó sus facciones con ojos cerrados y tuvo por fin un par de zapatos: un movimiento, sencillo, así como es Damián.


Si supieran que algunas noches no sobrevivo. Quisiera perderme entre la cobija y una vez que me tapo con ella solo quiero deshacerme. No puedo esperar mucho de mí. Así de raquítica, con este cabello, no es posible que nadie quiera emplearme, o peor aún, tal vez nunca nadie se fije en mi. ¿Qué puede valer un beso? No creo que sea algo tan importante, tal vez porque aún no sé qué es. Be, e, ese, o… Beeeeesooooo. ¡Bah! Sólo me engaño. Debe ser muy interesante una vez que lo conoces, que lo pruebas. Debe ser una unión simétrica, casi como cuando…

“Esos zapatos serán míos”

…casi como cuando, como cuando tu pie calza perfectamente en tus zapatos preferidos: la simetría en las bocas debe producir esa sensación.

martes, 2 de junio de 2009

Sin elección




Cuando naces, nadie te permite elegir tu hogar, tu familia, tus condiciones de vida. Siempre quise tener un conejo con un lazo verde, pero en casa nunca pudieron comprármelo.
Mamá acostumbraba salir temprano con mi hermano pequeño a lavar en casa de doña Aura, la vecina que vivía a unas tres casas de la nuestra. Logré asistir a la escuela tan sólo dos años y un día, mientras me despedía de mi compañera Marcela, los conocí a ellos. Eran dos tipos delgaduchos, algo avejentados. Uno se llamaba Ismael y tenía un ridículo arete en forma de cruz. El otro, Sebastián, fumaba todo el tiempo y guardaba el papel del cigarrillo en una cartera de cuero. Cuando se me acercaron, conversaron largo rato mientras caminábamos hacia mi casa. Unas cinco cuadras de las quince diarias sirvieron para pintarme un mundo distinto al que tenía. El paisaje se llenó de dinero para mi familia, juguetes, ropa y comida. Yo sólo pensaba en las manos de mamá llenas de ampollas por trapear día y noche en casa de doña Aura; pensaba en Carlos y en su cara llena de felicidad al verme llegar con ese robot que vio en la tienda, el que sube y baja las manos mientras grita “¡Alto! Enemigo a la vista!... pensaba en mi, en una vida llena de color y comodidad, en vestidos de flores, aretes dorados, cuadernos, lápices… pensaba en nosotros, nada más.

Ismael y Sebastián me esperaron al salir la escuela durante tres días seguidos: cinco cuadras de sueños cumplidos, des sonrisas perpetuas. Al cuarto día accedí a su propuesta: nos iríamos el fin de semana siguiente hacia la capital. Ellos se encargarían de pagar mi pasaje y mi alimentación. Lo único que pedían a cambio era que los ayudara en su casa, donde vivían con más personas, según dijeron. Ante aquellas palabras sólo pensé en la alegría de mamá, en Carlos, en mi; no más pesares y lamentaciones. Al fin Dios había escuchado mi oración y ponía frente a mi una oportunidad. Salimos un sábado, si mal no recuerdo era junio… eso sí, el año ya lo olvidé.

Cuando llegamos a la capital, justo a la casa donde vivían, Ismael y Sebastián me dejaron en manos de don Rafael, un gordo repugnante a quien odio con todas mis fuerzas. Mamá me enseñó que uno no debe odiar a nadie, pero discúlpame mamá: don Rafael es un cerdo asqueroso. ¡Lo odio, lo odio, lo odio!
La primera vez sufrí demasiado, por poco y me desmayo; no sabía que doliera tanto. Sentía la lengua de ese hombre rondar por mis pechos aún no desarrollados; sus manos inmensas hubieran podido cubrirme de una sola palmada… era tan pequeña ante tan inmenso dolor. Y luego eso, aquello… esto que ya es tan común cuatro o seis veces al día. Sin embargo recuerdo que no puede existir nada peor. Ismael y Sebastián desaparecieron y yo no pude entender qué había sucedido. Si yo sólo quería encontrar una sonrisa para mamá, para Carlos… ¿cómo estarán?

Conforme pasan los días aprendo trucos para sobrevivir; ya sé cómo robar dinero de los viejos que nos visitan y hasta comprendí lo que se siente la muerte, porque aunque sigo viva, sé que la muerte es similar a esto. En un jarrón que me trajo una de estos tipos que dice se enamoró de mi escondo algo de dinero que consigo, porque no pierdo la esperanza de dárselo a mamá: “Mami, lo logré. Toma. Al diablo doña Aura. Sólo vos, Carlitos y yo”. Y cuento los días y espero. Ayer, para mi sorpresa, llegó una chica nueva. Cuando subía a los cuartos y nos encontramos, quedamos paralizadas: era Marcela, mi Marcela. He querido encontrarla, tal vez sepa algo de mamá y Carlos, pero no he podido hablarle. Debemos esperar más. El encierro es sofocante; el tiempo se perdió entre el licor, las cobijas y los cuerpos inmundos de estos hombres. De mi nombre queda poco. Sólo espero que mamá esté bien; no quiero que esté preocupada. Carlos debe estar por entrar a la escuela. De verdad, no recuerdo en que año fue que llegué, pero ya llevo algún tiempo aquí, por eso calculo que mi hermano debe ser todo un hombre. Al menos ahora mi cuerpo es distinto, no sólo porque mis pechos son grandes y porque tuve mi primer periodo; es distinto porque se ha ido desgastando poco a poco. Antes de que este imbécil despierte, echaré el dinero que le saqué de la cartera en aquel jarrón. No vaya a ser que me descubra.

martes, 17 de marzo de 2009

Felipe



Felipe llegó a su vida como el sol en las tardes de enero. Sin más que un libro bajo el brazo, un chaleco naranja con dos botones negros, unas tennis con cordones rojos y un pañuelo bordado en las puntas se sentó a su lado en una banca de la plazoleta central.
Entre humo, semáforos descompuestos y multitud de pies por las avenidas, comenzó a rascarse la nariz de la forma más divertida que jamás hubiera visto: parecía uno de estos perrillos pulguientos que andan en la calle y en una casi preparada danza se rascan el cuerpo completo. Se leyó una par de versos y comenzó a memorizar las líneas una a una. Tiene buena imaginación y una memoria que alcanza para almacenar unos cuantos años calcados en arrugas, como las que comienzan a vérsele en la frente. Y tomaba el libro con la mano izquierda y simulaba actuarlos equilibrando su cuerpo con el lado derecho. Y cerraba los ojos como tratando de recordar aquello, como inyectado con una de esas tocolillas delgadas y malolientes. Un par de versos nada más. Guardó el libro en el bolsillo del pantalón y sacó el pañuelo. Se secó la nariz y se rió como cuando se recuerda un chiste tres horas después de haberlo escuchado. Negó con su cabeza y lo distrajo un gran trasero ondulado que pasó por la plazoleta. Volvió a sonreír pero esta vez dejó ver su amarillenta dentadura, manchada por los más de 500 paquetes de cigarros que hasta sus 36 años ha fumado. Parece que lo recuerda y se toca los bolsillos del chaleco y su cara reproduce un gesto de ansia y los busca y se toquetea el cuerpo y nada. No aparecen los cigarros para calmarle el pecho que comienza a respirar más seguido. Y guarda el pañuelo y estira los brazos por todo el respaldar de la banquilla. Sólo observa a la gente: si aquel par sonríe, él sonríe sintiéndose parte; a un pequeño se le cayó el helado y él frunció el ceño y lamentó la desgracia. Si pudiera le compraría otro, pero apenas tiene las monedas para regresar a su casa, junto a su madre, sus dos hijos y una ardilla que consiguió hace cuatro días en el patio de la casa. Nunca había tenido una mascota y este le pareció un animalillo gracioso. Si parece que se rascan la nariz igual. Claro, no parece un perro, es idéntico a su ardilla. Ahora comienza a mover los pies como llevando un ritmo de merengue. Se lleva maravillosamente bien con cualquier género musical, pero el merengue le resulta un tanto más atractivo. Y cambia cada pie entre los adoquines de la plazoleta y de vez en cuando mueve un brazo. Y sonríe. Y voltea un poco hacia los lados para ver si alguien lo pilló bailando solo... sólo con los pies. Ahí se mira los zapatos y descubre con asombro que comienzan a abrirse por atrás como si tuvieran hambre. Pues en realidad quien tienen hambre es él, pues un bostezo enorme inunda su boca. Y sufre. Las tennis que mas le gustan, con aquellos cordones poco usuales y un decoradillo singular rojo y amarillo. Y sigue bailando. Y observa. De pronto mira su reloj y busca en una bolsita del chaleco. Saca un gotero blanco con tapa azul y deja caer diez gotas en la palma de su mano; diez gotas cada hora. Y las echa en su boca. Arruga la cara por el mal sabor, casi igual como cuando toma agua sin tener sed. Levanta medio cuerpo de la banca e inclina su espalda. Sus manos sirven ahora de sostén para la cabeza. Parece algo aburrido. Parece un chiquillo que está observando atentamente algo. Reposan sus gestos en sus manos. Y un viento frío inunda la plazoleta y se tapa la boca con las manos e intenta calentarlas, tal vez con el humo que lleva guardado en los pulmones. Cruza la pierna y se encoge repentinamente. Bien podría detallarse con una línea pues es uno de los hombres más delgados del mundo. Y así comienzan a movérsele las quijadas, un poco por el frío, un poco por el ansia... aún no tiene cigarros. Recuerda a sus pequeños. Repentinamente se le pinta media sonrisa en el rostro y vuelve a mirar el reloj. Y se rasca la nariz y se impulsa. Se pone de pie y se aleja. Llegó a su vida como un sol una tarde de enero. Y no volverá hasta... no volverá. Felipe es como ese segundo que pasó, como ese instante que muchos añoran para decir lo que en realidad odian o para cerrar la boca por completo y no decir nada; como ese instante en el que dijeron por qué a mi, por qué yo... o simplemente es como el sol: es nuevo cada día, ha dado una vuelta completa y eso, de por sí, ya lo hizo diferente al de ayer.

miércoles, 14 de enero de 2009

Ignacio le habla a Ignacio


Sí, tú. ¿Qué acaso no puedes dejar de llorar? ¿Qué no te aburre andar siempre la cara hinchada y sucia? Mírate, abandonado, con la misma ropa de ayer; sin más que tres monedas, una caja de cartón para dormir y la frazada que le robaste al viejito de la esquina mientras él andaba de compras en el basurero de la cuadra siguiente.

Sí, tú, Ignacio. Nachito, como alguna vez te llamaron.

Nachito, no. Nachito, ¿por qué me fastidias? ¡Nachito! Qué vamos a hacer contigo.

¿Qué no eres ya un hombre? Dieciséis años han tenido que servir de algo. Acá los niños son hombres, nunca niños. Prohibido no crecer. Madura Nachito. Dieciséis años han tenido que servir de algo.

Hey, tú, muchacho. Otra vez con tus cosas. Deja eso. No es un espejo. Es sólo el frasquito que te dejó la vecina de arriba para que dejes de hacer tus necesidades en su jardín.