viernes, 5 de noviembre de 2010

Ruthie

A Ruthie,
por tener la palabra
sin la imagen.

No sé si les ha pasado, pero muchas veces vemos a alguien a la cara y decimos que sus facciones son perfectas para encajarles un nombre. “Tiene cara de Abraham”, dicen unos. “Esa tiene cara de Lucía”, dicen otros.
Bueno, esta niña, apenas la vi supe no que tenía cara de algún nombre, sino que su nombre tenía cara de cuento: Ruthie. Conforme la fui conociendo, conforme fue descifrando su historia, supe que no me equivocaba.
Muchos detalles llamaron mi atención, pero uno que sin duda me cautivo fue saber que Ruthie tenía un espejo de color amarillo. Decía que ahí le brillaba el sol, aunque siempre estuviera de noche cuando lo veía. Era menuda, apenas y se deslizaba por las paredes, cuando se lograba esconder de su criada. No solía hacer ruido, porque su mamá, fallecida hacía ya cuatro años, le había dado unas zapatillas de tela… “Zapatos viejos”, como decía una canción que le gustaba escuchar... siempre pensó que hablaban de los sueños.
Y así, sigilosa y delicada, se metía entre los pasillos de la casa, dejando siempre unas florecitas amarillas en su camino. La criada se molestaba todos los días por andar barriendo esas flores; regañaba a la niña, pero ella nunca decía nada. Apenas escuchaba el regaño, volvía a ver su mano, con el espejo siempre. Ruthie decía que dejaba esas flores para que todos buscaran el rumbo hacia el espejo.
Una mañana amaneció con una lluvia insoportable y la niña no quiso levantarse de su cama. La criada estaba sorprendida, porque ese día no hubo ni pétalos ni nada. La niña en cama miraba hacia la ventana, hacia el techo... ni siquiera había probado su leche. Eso sí, desde que despertó se puso sus zapatillas... "Zapatos viejos, danzarines cometas del cielo... ¿qué nuevo paso darás? ¿Que acaso te detendrás?", decía la canción. Afuera llovía tanto que bien podría haber sido el mundo una pecera, con autos viejos en vez de peces, con humanos encerrados en burbujas.
Pasó el día con el asombro de la criada, quien nunca se asomó a ver que ocurría con la niña. En la noche, cuando ya fue momento extraño en que no hubiera ni una queja, ni una risa o un pestañeo, la criada subió. Al entrar al cuarto quedo perpleja, el destello que salió al abrir la puerta la hizo retroceder, tocar sus ojos ante el miedo de estar ciega; tanta luz no la dejaba encontrar a la niña.
Después de que se repuso de su impacto, alcanzó a ver que las paredes estaban llenas de flores, flores amarillas que cubrían las paredes, el techo, el suelo, la cama, la mesita de noche… al cuerpo mismo de la niña. Cuando intentó acercarse a su cuerpo, Ruthie parecía una margarita, con su rostro iluminado, amarillo, lleno de luz y un borde blanco rodeándolo.
Había muerto. La lluvia que caía afuera le había dejado en sequía el corazón.
Cuando la criada intentó tocarla, sintió un frío recorrer su mano: estaba herida, como cortada por un filoso objeto. Ruthie era un espejo; su vestido eran las flores en las paredes, en el techo. Cuando la criada quiso tomarla de nuevo, volvió a cortarse en su intento por hacerla despertar y Ruthie cayó al suelo. Su cuerpecito de flor se resquebrajó en miles de astillitas doradas y lo único que quedó intacto al caer fueron un par de zapatillos viejos, unos que nunca se cansarían de danzar.
No sé si les ha pasado. A veces cuando tomas una hoja de papel o un pétalo, según a como lo hagas, te roza y te cortas. No sé si el rayo dorado del sol les ha cortado la vista. Esta niña no tenía rostro con nombre: esta niña tenía nombre de cuento, tenía el filo necesario en sus ojos.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Ángel



Yo no conozco a Ángel. Según entiendo, tiene como 5 o 6 años y es muy bueno jugando ajedrez. Sus facciones, las manos, alguna sonrisa característica, un gesto de enojo o algo por el estilo son detalles que solo he podido imaginar con lo que me cuenta Pogua, su niñero, quien también le lee cuentos en las noches para que se vaya a dormir.

Si debo confesar que tan solo una vez lo vi pasar: yo volvía de casa de un amigo y había tomado un taxi. Ahí por la cuadra del Banco Nacional detallé primero a Joan (algo así se llama el novio de la madre de Ángel), luego a su madre y, haciendo un recorrido hacia abajo, queriendo encontrar su cuerpecito, a Ángel. Puedo jurar que tiene un cabello hermoso, como que le hace juego con ese dicho de “cabello de ángel”, que le he escuchado a mi mamá.

Y allí va, pequeñito, de tal vez unos 7 o 10 centímetros, cuando lo mido con mi ojo cerrado y mis dedos simulando una escala. Tiene un paso acelerado, pero creo que más bien la acelerada es su madre, porque Ángel debe ponerse a su ritmo. No me explico eso: él debe tener un paso, pero camina con los pies de su mamá.

Esa ha sido la única vez que lo he visto. Intento imaginármelo siempre, con los detalles de Pogua, como dije. Y es solo así, porque yo no lo conozco ni quiero conocerlo. Lo que pasa es que me da un poco de miedo que al mirarme la primera vez intente decir algo, pero solo voltee y no quiera hablar conmigo.

miércoles, 16 de junio de 2010

Realidad

Ahí estaba él: sentado en su silla de todos los días, vestido con una camiseta blanca cuyo mensaje ni siquiera entendía... "Everything has been thought of before but difficulty is to think of it again".
Veía la pantalla de su computadora absorto, desubicado.

"Nadie se toma nunca la molestia de hablarte con la verdad, entendelo. No sé por qué seguías pensando que detrás de las sonrisas de unos pocos había un pedacito de corazón o un mínimo de sinceridad", le decía su diminuta conciecia, aquel lugarcito que reconocía aún le sobrevivía a la estupidez humana.

Se preguntaba por qué nunca nadie le dijo que allí estaba el cielo o el sol... las hojas, las calles. "Puta, me duele. Me duele que la gente me mire como idiota, como si no mereciera la explicación sobre las cosas. A fin de cuentas vos esperás que quienes te aprecian te digan la verdad, te hagan salir de un error", decía.

Desde pequeño estuvo de acuerdo con aquellos que creyeron en que al llegar al horizonte todos caían por la orilla, hacia un abismo inexplicable. Ahora se sentía como un bruto, como si se desengañara de la forma más cruel.

Solía mirar hacia adentro y, ajeno, había creído siempre que la vida era cuadrada.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Nuestro Bernardo



Dicen que las palabras que terminan en “o” son hondas. Si ves por ejemplo la palabra hueco…hueeecooooooo… esta se hunde; sucede lo mismo con hoyo y con fondo. Todas se nos alejan hacia abajo. Nuestro Bernardo es así, como eso tan difuso y a la vez tan lleno de vida. Es tan oscuro, otra palabra que termina con “o”, que se nos escapa de las manos, pero también tiene tanta luz para darnos que no sabemos qué pasa con él.

Creemos que es su voz, ronca y grande, la que nos permite tenerlo al lado y sentir como si nos apretujara con cada palabra, porque lleva tanta fuerza que todas queremos tenerlo al lado, todas queremos comérnoslo de un bocado. Creemos también que puede ser ese momento cuando nos envuelve en un abrazo, porque asfixia irremediablemente cualquier pena que tengamos, cualquier sinsabor que nos agobie. Porque ya todas lo sabemos: queremos que nos abrace o hemos llegado a decir que extrañamos verlo; sin embargo, puede que no sea eso, porque bien podríamos tener los ojos tapados y no percatarnos que está a nuestro lado, pero en un abrazo inconfundible hemos perdido noción de lo que pesa y aturde.

Cierto: hueco, fondo, abrazo, pozo, difuso, alto, lado, bocado… todas terminan en “o”… y lo más importante, hondo. Decía que es hondo, tanto que nos deja vacías, a la espera. Tan hondo, que llena.

martes, 12 de enero de 2010

Después de recordar a Diego


Para Gabito
por hacer que Alonso
recordara a Diego



-Me encuentro en un dilema: ahora mis pies están sucios y no tengo la pasión de Diego. Y lo peor, Gabito decidió imitarme.

-No es lo peor… es lo mejor. Gabito sabe cómo son las cosas y no te está imitando. Te está dando ánimos para que vos no te pongás más los zapatos.

-La gente nos ve raro, pero es cierto… me voy acostumbrando. Es más, tal vez lo disfruto, pero me preocupa que Gabito se vuelva planta. Lo veo demasiado cómodo.

-¿La gente? ¿Eso qué es? Ahí lo único real son ustedes dos. ¿Gente? Como te digo, él sabe lo que hace. Ellos siempre saben más que nosotros.

-Entonces ¿cómo lo asumo? Solo pienso en quehaceres, apariencias, responsabilidades y la deuda social en la que incurro. Si ellos no son reales, tampoco lo soy. Claro, él parece no darse por enterado.

-Ese tipo de gente es la que no importa. La que pasa y ve, se voltea y habla. Me refiero a la realidad que tienen justo ahora ustedes dos. Una que los demás no pueden comprender, a como habrá otros que sí. Gabito sí se da cuenta, pero solo quiere que vos actués como él, que parezca que no te das por enterado igual.

-Es tarde. No entiendo las cosas de esa manera.

jueves, 7 de enero de 2010

Diego


A José Eduardo, quien detuvo el tiempo
en unas cuantas hojas que salvó.
Gracias

El jueves pasado, Diego tomó una decisión: nunca más usaría zapatos estaba. Estaba cansado de sentir los dedos apretujados y se preguntaba por qué tenía que ser así, ¿desde cuándo era necesario andar incómodo? ¿acaso los pájaros usaban zapatos? ¿acaso su perro Canelo los usaba?
Tenía una extraña afición por la tierra y su mamá siempre lo regañaba porque regresaba todo sucio. Diego no entendía, porque en realidad hacía lo que mas le gustaba: estar con la tierra. Decidió dejar sus zapatos, porque amaba esa sensación de frío que le dejaba en la planta de los pies, porque no sé si ustedes saben, pero el calor le entra a uno por los pies.... uno crece de pequeño porque es cuando más tiempo anda descalzo y así todo lo que hay en la tierra le entra a uno por ahí. De esta manera, Diego tomó una decisión: se zafó los cordones, se quitó las medias (que usaba rotas para engañar a su madre y siempre sentir la tierra cuando se quitaba los zapatos) y dijo: no más... que la tierra me llene de frío, me nutra hasta por las uñas.
Salió un día, de esos comunes, cuando solo entran ganas de salir a caminar por ahí y ver la gente pasar; salió sin sus zapatos, claro, y de camino recordó uno de sus trillos preferidos, uno que daba al jardín de don Ismael. Don Ismael era viudo y no había tenido hijos. Se pasaba el día en el jardín, sembrando cuanta cosa se encontrara y eso que sembraba decía que eran sus retoños. Les ponía nombre, entonces cuando uno pasaba, don Ismael hablaba: “Mira, Mariana, como llevas esa raíz... ay Adriano... ¿no te he dicho que no permitas que esas hormigas te coman las hojas?”. Diego amaba ese jardín, porque se entretenía escuchando a don Ismael, inventando historias con las plantas, con las hojas y algunas flores. Diego decía que él hubiese querido ser una planta, porque sentía siempre el viento de la forma en como ellas lo reciben y estaría anclado para siempre a su suelo, a su tierra.
Ese día se sentía extraño. Sentía, como nunca antes, querer estar allá. Entró al jardín y vio a don Ismael cavando un hueco enorme. Diego estaba asombradísimo, porque no imaginaba como un señor tan viejo hubiera tenido tanta tanta fuerza para cavar. Cuando Ismael lo vio llegar, le dijo: “Diego, estas acá... te esperaba desde temprano, pero supuse que escogerías las 5:00 pm para venir. Sé que amas esa hora del día”. Diego no entendía, pero se sentía a gusto. Don Ismael lo invitó a entrar en el hueco y Diego no dijo nada: puso sus manos en la tierra y se sintió en casa, frío... raíz, y don Ismael comenzó a llenarlo de tierra. Diego se iba oscureciendo, pero sentía el frío más hondo, más penetrante. Cuando don Ismael terminó, se fue a recostar.
Por muchos días buscaron a Diego; sin embargo, solo encontraron sus zapatos enterrados en el patio de atrás. Ahora, cuando alguien pasa por el patio de don Ismael, se asombran de un arbolito en especial. Don Ismael dice que se llama Diego y lo impresionante es que las raíces se salen siempre. Él dice que Diego ama el viento y por eso deja sus raíces fuera.

domingo, 3 de enero de 2010

Orugas

Salí a pasear con una sombrilla verde y tropecé con una oruga. Algo apenada, me disculpé por mi torpeza al no mirar el lugar donde piso.
La oruga, sin resentimientos, se mostró tranquila y me invitó a caminar con ella un rato. Despacio, continuamos paseando. Ambas estábamos algo silencionas; yo intentaba tapar el sol con mi sombrilla de modo que ella también pudiera evitar los ardientes rayos.
Al pasar un tiempo, la oruga, en tono serio y pensativo, dijo:

-Sabes, estoy algo cansada de vivir arrugada, arrastrando mi cuerpo. Ya estoy algo vieja y creo que merezco descansar un poco.

Era cierto. Desde un principio noté que era ya uno oruga mayor. Supuse que estaba pasando uno de esos momentos en lo que hasta lo más mínimo se convierte en rutina y es necesario descansar o cambiar papeles para no llegar a una posición como esta que sufría mi compañera de viaje.
Yo permanecía en silencio.

-Sabes, siempre he querido alcanzar una hoja de roble, pero no lo he logrado aún.

Pensé que como todos, la oruga tenía un sueño, y como todos solemos hacerlo algunas veces, son estos los que dejamos de lado... creemos que por ser sueño no puede concretarse. Supe que, como todos, llega un momento en que se nos hace necesariamente obligatorio tratar de alcanzarlo.

Caminé aún en un silencio más profundo.

Pasado un gran trayecto, mi acompañante interrumpió su paso de acordeón, al mismo tiempo en que yo procuré datenerme para que el sol no la abrasara.

-Sabes, creo que debo regresar. No debí alejarme tanto.

Cordialmente, hizo una pequeña reverencia, ante lo cual solo pude repetir el gesto mientras con una pequeña sonrisa la miré alejarse.

Caminé en silencio largo tiempo. Cuando volví a casa, cerré mi sombrilla verde y al verla, arrugada y usada ya desde hace mucho, recordé a la oruga. Sus palabras fueron sabias... a lo mejor solo para mí.

De igual forma, pensé en que el sol estuvo algo insoportable y ella, arrugada y cansada, no está muy acostumbrada a él.
Yo aprendí a mirar bien donde pongo los pies. No sea que en una la haga descansar para siempre.