miércoles, 17 de junio de 2009

Simetría

Así de sencillo es Damián: un pantalón a cuadros, camiseta llena de pintura, boina a rayas y esos benditos zapatos que consiguió en una apuesta. Puede no comer, puede olvidar ducharse un par de días, pero a sus zapatos, a esos no los olvida ni en sueños.
Se los ganó en una apuesta con unos chicos, en una de esas reuniones inesperadas que resultan de algunos de sus viajes. Apostaron a que ninguno sería capaz de acercarse a una muchacha y besarla. Ella estaba en una banca hecha con un tronco seco, en una cantina del pueblo donde se encontraban.
Damián supo que esos serían sus zapatos y decidido, tomó fuerza, se impulsó, dejó caer el banco donde estaba y sin pensarlo mucho se encaminó hacia la joven. De camino no pensaba más que en sus zapatos. Una vez cerca de ella, le tomó el rostro asustadizo, con gestos desconcertados, y la besó profundamente. Dejó sus facciones con ojos cerrados y tuvo por fin un par de zapatos: un movimiento, sencillo, así como es Damián.


Si supieran que algunas noches no sobrevivo. Quisiera perderme entre la cobija y una vez que me tapo con ella solo quiero deshacerme. No puedo esperar mucho de mí. Así de raquítica, con este cabello, no es posible que nadie quiera emplearme, o peor aún, tal vez nunca nadie se fije en mi. ¿Qué puede valer un beso? No creo que sea algo tan importante, tal vez porque aún no sé qué es. Be, e, ese, o… Beeeeesooooo. ¡Bah! Sólo me engaño. Debe ser muy interesante una vez que lo conoces, que lo pruebas. Debe ser una unión simétrica, casi como cuando…

“Esos zapatos serán míos”

…casi como cuando, como cuando tu pie calza perfectamente en tus zapatos preferidos: la simetría en las bocas debe producir esa sensación.

martes, 2 de junio de 2009

Sin elección




Cuando naces, nadie te permite elegir tu hogar, tu familia, tus condiciones de vida. Siempre quise tener un conejo con un lazo verde, pero en casa nunca pudieron comprármelo.
Mamá acostumbraba salir temprano con mi hermano pequeño a lavar en casa de doña Aura, la vecina que vivía a unas tres casas de la nuestra. Logré asistir a la escuela tan sólo dos años y un día, mientras me despedía de mi compañera Marcela, los conocí a ellos. Eran dos tipos delgaduchos, algo avejentados. Uno se llamaba Ismael y tenía un ridículo arete en forma de cruz. El otro, Sebastián, fumaba todo el tiempo y guardaba el papel del cigarrillo en una cartera de cuero. Cuando se me acercaron, conversaron largo rato mientras caminábamos hacia mi casa. Unas cinco cuadras de las quince diarias sirvieron para pintarme un mundo distinto al que tenía. El paisaje se llenó de dinero para mi familia, juguetes, ropa y comida. Yo sólo pensaba en las manos de mamá llenas de ampollas por trapear día y noche en casa de doña Aura; pensaba en Carlos y en su cara llena de felicidad al verme llegar con ese robot que vio en la tienda, el que sube y baja las manos mientras grita “¡Alto! Enemigo a la vista!... pensaba en mi, en una vida llena de color y comodidad, en vestidos de flores, aretes dorados, cuadernos, lápices… pensaba en nosotros, nada más.

Ismael y Sebastián me esperaron al salir la escuela durante tres días seguidos: cinco cuadras de sueños cumplidos, des sonrisas perpetuas. Al cuarto día accedí a su propuesta: nos iríamos el fin de semana siguiente hacia la capital. Ellos se encargarían de pagar mi pasaje y mi alimentación. Lo único que pedían a cambio era que los ayudara en su casa, donde vivían con más personas, según dijeron. Ante aquellas palabras sólo pensé en la alegría de mamá, en Carlos, en mi; no más pesares y lamentaciones. Al fin Dios había escuchado mi oración y ponía frente a mi una oportunidad. Salimos un sábado, si mal no recuerdo era junio… eso sí, el año ya lo olvidé.

Cuando llegamos a la capital, justo a la casa donde vivían, Ismael y Sebastián me dejaron en manos de don Rafael, un gordo repugnante a quien odio con todas mis fuerzas. Mamá me enseñó que uno no debe odiar a nadie, pero discúlpame mamá: don Rafael es un cerdo asqueroso. ¡Lo odio, lo odio, lo odio!
La primera vez sufrí demasiado, por poco y me desmayo; no sabía que doliera tanto. Sentía la lengua de ese hombre rondar por mis pechos aún no desarrollados; sus manos inmensas hubieran podido cubrirme de una sola palmada… era tan pequeña ante tan inmenso dolor. Y luego eso, aquello… esto que ya es tan común cuatro o seis veces al día. Sin embargo recuerdo que no puede existir nada peor. Ismael y Sebastián desaparecieron y yo no pude entender qué había sucedido. Si yo sólo quería encontrar una sonrisa para mamá, para Carlos… ¿cómo estarán?

Conforme pasan los días aprendo trucos para sobrevivir; ya sé cómo robar dinero de los viejos que nos visitan y hasta comprendí lo que se siente la muerte, porque aunque sigo viva, sé que la muerte es similar a esto. En un jarrón que me trajo una de estos tipos que dice se enamoró de mi escondo algo de dinero que consigo, porque no pierdo la esperanza de dárselo a mamá: “Mami, lo logré. Toma. Al diablo doña Aura. Sólo vos, Carlitos y yo”. Y cuento los días y espero. Ayer, para mi sorpresa, llegó una chica nueva. Cuando subía a los cuartos y nos encontramos, quedamos paralizadas: era Marcela, mi Marcela. He querido encontrarla, tal vez sepa algo de mamá y Carlos, pero no he podido hablarle. Debemos esperar más. El encierro es sofocante; el tiempo se perdió entre el licor, las cobijas y los cuerpos inmundos de estos hombres. De mi nombre queda poco. Sólo espero que mamá esté bien; no quiero que esté preocupada. Carlos debe estar por entrar a la escuela. De verdad, no recuerdo en que año fue que llegué, pero ya llevo algún tiempo aquí, por eso calculo que mi hermano debe ser todo un hombre. Al menos ahora mi cuerpo es distinto, no sólo porque mis pechos son grandes y porque tuve mi primer periodo; es distinto porque se ha ido desgastando poco a poco. Antes de que este imbécil despierte, echaré el dinero que le saqué de la cartera en aquel jarrón. No vaya a ser que me descubra.