jueves, 12 de enero de 2012

Cofradía floral


          
           De las cinco hermanas Obando Vargas, Ana Lía era la mayor. Desde pequeña, su pasión por las flores la llevó a olvidarse de las distracciones por las que pasaría cualquier niña de su edad: jugar con sus vecinas del barrio, asistir al parque con una de sus muñecas preferidas o, simplemente, salir al patio en busca de travesuras. Antes que esto, prefería todos los días buscar una flor distinta y colocarla en su cabello, y disponerse a realizar la ritual procesión por el jardín de su casa.
            Su vida junto a las flores le había permitido descubrir muchísimos secretos. Una vez, tratando de sembrar unas semillas de amapola que le regaló su vecina doña Tachi, descubrió a la dueña de la farmacia contándole a su madre que Inesita, la sobrina de su esposo, esperaba un hijo del carnicero. Otra vez, cuando regaba sus anturios, supo que Manuel, el amigo de su padre, había tratado de envenenar a Julián, su vecino de al lado, porque creía que era el amante de su esposa. Ana Lía tenía su jardín a la orilla de la carretera, lo que lo convertía en un lugar estratégico para enterarse de una que otra historia.
Cuando estuvo un poco más grande, la joven vio la necesidad de conseguir algo de dinero, así que optó por dedicarse a confeccionar arreglos florales y venderlos en diferentes ocasiones. Pensó que esta era la única forma para no separarse de lo que más amaba, las flores, y esto le traería grandes beneficios. De camino por la ciudad, ojeaba las vitrinas de las más famosas floristerías y memorizaba aquellos exóticos diseños para luego montarlos en su puesto. Muy pronto, se convirtió en una las mejores floristas de su pueblo, con lo que aumentó su fama al igual que su trabajo: que Manuelita Sánchez, la hija del doctor Solano, cumplía sus 15 primaveras, Ana Lía era contratada para la decoración de un inmenso salón; que se casaban Pedro y Esther, Ana Lía hacía los mejores arreglos para la ocasión; que funerales, despedidas, bailes; en fin, todas las celebraciones del pueblo estaban en manos de Ana Lía Obando Vargas, florista inmaculada que jamás se hubiera visto.
Ana Lía era muy dedicada con su trabajo y odiaba cuando uno de sus arreglos se echaba a perder por algo; principalmente, le molestaba cuando alguna de sus flores se quebraba o se desacomodaba en medio de alguna celebración. Inmediatamente sentía cómo había algo que no encajaba y se las ingeniaba para solucionarlo. Cómo olvidar aquel episodio cuando, en pleno discurso del alcalde, Ana Lía subió a la tarima principal equipada con hilo y varas de bambú; con ellos amarró una de las mejore rosas que había conseguido, pues el fuerte viento la había quebrado por la mitad. Ana Lía cuidaba cada detalle y fue precisamente esto lo que la convirtió en una de las más destacadas dentro del campo floral.
Cierto día, mientras estaba de cuclillas en su jardín, escuchó que la Santa Sede enviaba a su pueblo a un reconocido sacerdote, a quien calificaban de gran orador, con elocuentes sermones. Cuando Ana Lía escuchó que se trataba de Juan Alonso Tiabatus, no pudo evitar recordar aquella tarde, de la que hacía ya varios años, mientras podaba un rosal en su preciado jardín: su vecina se encontraba en la acera hablando con un joven seminarista, a quien agradecía el haber hablado con su hija y haber conseguido que saliera de los malos pasos en los que se encontraba. Ana Lía recordó que se trataba de Lilliana, una muchacha rebelde a la que sus padres no habían podido encaminar por buenos rumbos. 
 La madre había hecho lo imposible por corregir a su Lilli, pero la muchacha no entendía razones; optó por pedir la visita de un sacerdote, ya que pensaba que su hija de seguro estaba poseída por un espíritu maligno. Quien visitó esa tarde a Lilliana fue el seminarista Juan Alonso Tiabatus; el joven solicitó que los dejaran a solas pues tenía que tratar cara a cara con el mismo demonio. Su madre accedió y no se extrañó al escuchar, el poco tiempo, algo de gemidos y sonidos extraños. Juan Alonso Tiabatus salió exhausto de aquella casa y aseguró que Satanás había sido derrotado de nuevo. Sin embargo, nadie se explicó cómo después de aquel victorioso trabajo del joven seminarista Lilliana resultó estar embarazada. Todos afirmaron que el exorcismo había durado poco tiempo y que la muchacha volvió a caer en malos pasos, con lo que se justificó su estado. Ana Lía recordó todo esto en cuestión de segundos y estuvo segura de que ella sería la encargada de la decoración para la llegada de aquel siervo de Dios.
A los pocos días, el sacristán de la comunidad solicitó sus servicios, a lo cual Ana Lía aceptó gustosa. Un día antes de la esperada visita de Juan Alonso Tiabatus, la famosa florista cortó de su jardín los mejores especímenes florales y se preparó para comenzar su tarea. Había acordado con el sacristán llegar a las dos de la tarde al templo; sin embargo, prefirió adelantarse por aquello de que se presentara algún inconveniente. El templo estaba a poca distancia de su casa, por lo que sólo tuvo que cruzar la plazoleta para llegar hasta allí. Decidió entrar por la sacristía para dejar todo el cargamento en un lugar seguro y poder trabajar más tranquila. A tan sólo unos metros de la puerta, Ana Lía volvió a repetir aquel episodio que vivió mientras podaba su rosal, solo que ahora no escuchaba la historia, sino que la vivía cada segundo. Unos ruidos salían del baño ubicado en la sacristía; la florista asomó sus ojos por un pequeño espacio para ver qué sucedía. Sus manos apretaron las rosas que cargaba, al punto que las pequeñas espinas fueron incrustándose, una a una, en sus manos, lo que provocó que un hilo de sangre corriera y manchara su vestido. Juan Alonso Tiabatus besaba con desenfreno a una joven enclenque; Ana Lía supo que se trataba de Laura, la amiga de una de sus hermanas menores que vivía cerca del supermercado. La famosa florista se alejó un poco y salió directo a su casa.
Al poco rato, después de haber limpiado sus heridas y de cambiar su ropa, Ana Lía regresó a la sacristía más tarde de lo acordado. Se encontró con el presbítero, quien    -según le dijeron- había adelantado su llegada. Ana Lía se dedicó a confeccionar los ramos y los colocó por todo el templo; los distribuyó por el presbiterio y dejó los tres mejores arreglos para que constituyeran el adorno central, el que acompañaría al esperado sacerdote. Su trabajo tardó más de lo que esperaba, por lo que decidió regresaría al día siguiente, un poco antes de que se oficiara la ceremonia eucarística.
Al día siguiente, Ana Lía realizó los últimos detalles y dio por terminado su trabajo. Llegó la hora de que se celebrara el sacramento y decidió observar su producto final, cuando el sacerdote entrara con su séquito y se colocara cada uno en su sitio. Juan Alonso Tiabatus ingresó y se sentó en su silla; Ana Lía, desde la puerta principal, sintió una pequeña molestia. Había algo que no la dejaba tranquila; los arreglos de los lados eran perfectos, pero algo con el arreglo central le incomodaba: sentía que estaba algo torcido, que estaba a punto de resquebrajarse; miraba hacia un lado y hacia le otro y no lograba tranquilizarse. Intentó ingeniárselas para subir el presbiterio y arreglar el adorno central, el cual había comenzado a quebrarse por el peso de su conciencia; pero al tratar de hacerlo, se vio frenada por una fuerza que le decía que aquella imperfección nunca podría corregirse con hilo ni varas de bambú.