De las cinco hermanas Obando Vargas,
Ana Lía era la mayor. Desde pequeña, su pasión por las flores la llevó a
olvidarse de las distracciones por las que pasaría cualquier niña de su edad:
jugar con sus vecinas del barrio, asistir al parque con una de sus muñecas
preferidas o, simplemente, salir al patio en busca de travesuras. Antes que
esto, prefería todos los días buscar una flor distinta y colocarla en su cabello,
y disponerse a realizar la ritual procesión por el jardín de su casa.
Su
vida junto a las flores le había permitido descubrir muchísimos secretos. Una
vez, tratando de sembrar unas semillas de amapola que le regaló su vecina doña
Tachi, descubrió a la dueña de la farmacia contándole a su madre que Inesita,
la sobrina de su esposo, esperaba un hijo del carnicero. Otra vez, cuando
regaba sus anturios, supo que Manuel, el amigo de su padre, había tratado de
envenenar a Julián, su vecino de al lado, porque creía que era el amante de su
esposa. Ana Lía tenía su jardín a la orilla de la carretera, lo que lo
convertía en un lugar estratégico para enterarse de una que otra historia.
Cuando estuvo un poco
más grande, la joven vio la necesidad de conseguir algo de dinero, así que optó
por dedicarse a confeccionar arreglos florales y venderlos en diferentes
ocasiones. Pensó que esta era la única forma para no separarse de lo que más
amaba, las flores, y esto le traería grandes beneficios. De camino por la
ciudad, ojeaba las vitrinas de las más famosas floristerías y memorizaba
aquellos exóticos diseños para luego montarlos en su puesto. Muy pronto, se
convirtió en una las mejores floristas de su pueblo, con lo que aumentó su fama
al igual que su trabajo: que Manuelita Sánchez, la hija del doctor Solano,
cumplía sus 15 primaveras, Ana Lía era contratada para la decoración de un
inmenso salón; que se casaban Pedro y Esther, Ana Lía hacía los mejores
arreglos para la ocasión; que funerales, despedidas, bailes; en fin, todas las
celebraciones del pueblo estaban en manos de Ana Lía Obando Vargas, florista
inmaculada que jamás se hubiera visto.
Ana Lía era muy dedicada
con su trabajo y odiaba cuando uno de sus arreglos se echaba a perder por algo;
principalmente, le molestaba cuando alguna de sus flores se quebraba o se
desacomodaba en medio de alguna celebración. Inmediatamente sentía cómo había
algo que no encajaba y se las ingeniaba para solucionarlo. Cómo olvidar aquel
episodio cuando, en pleno discurso del alcalde, Ana Lía subió a la tarima
principal equipada con hilo y varas de bambú; con ellos amarró una de las
mejore rosas que había conseguido, pues el fuerte viento la había quebrado por
la mitad. Ana Lía cuidaba cada detalle y fue precisamente esto lo que la
convirtió en una de las más destacadas dentro del campo floral.
Cierto día, mientras estaba
de cuclillas en su jardín, escuchó que la Santa Sede enviaba a su pueblo a un
reconocido sacerdote, a quien calificaban de gran orador, con elocuentes
sermones. Cuando Ana Lía escuchó que se trataba de Juan Alonso Tiabatus, no
pudo evitar recordar aquella tarde, de la que hacía ya varios años, mientras
podaba un rosal en su preciado jardín: su vecina se encontraba en la acera
hablando con un joven seminarista, a quien agradecía el haber hablado con su
hija y haber conseguido que saliera de los malos pasos en los que se
encontraba. Ana Lía recordó que se trataba de Lilliana, una muchacha rebelde a
la que sus padres no habían podido encaminar por buenos rumbos.
A los pocos días, el
sacristán de la comunidad solicitó sus servicios, a lo cual Ana Lía aceptó
gustosa. Un día antes de la esperada visita de Juan Alonso Tiabatus, la famosa
florista cortó de su jardín los mejores especímenes florales y se preparó para
comenzar su tarea. Había acordado con el sacristán llegar a las dos de la tarde
al templo; sin embargo, prefirió adelantarse por aquello de que se presentara
algún inconveniente. El templo estaba a poca distancia de su casa, por lo que
sólo tuvo que cruzar la plazoleta para llegar hasta allí. Decidió entrar por la
sacristía para dejar todo el cargamento en un lugar seguro y poder trabajar más
tranquila. A tan sólo unos metros de la puerta, Ana Lía volvió a repetir aquel
episodio que vivió mientras podaba su rosal, solo que ahora no escuchaba la
historia, sino que la vivía cada segundo. Unos ruidos salían del baño ubicado
en la sacristía; la florista asomó sus ojos por un pequeño espacio para ver qué
sucedía. Sus manos apretaron las rosas que cargaba, al punto que las pequeñas
espinas fueron incrustándose, una a una, en sus manos, lo que provocó que un
hilo de sangre corriera y manchara su vestido. Juan Alonso Tiabatus besaba con
desenfreno a una joven enclenque; Ana Lía supo que se trataba de Laura, la
amiga de una de sus hermanas menores que vivía cerca del supermercado. La
famosa florista se alejó un poco y salió directo a su casa.
Al poco rato, después de
haber limpiado sus heridas y de cambiar su ropa, Ana Lía regresó a la sacristía
más tarde de lo acordado. Se encontró con el presbítero, quien -según le dijeron- había adelantado su
llegada. Ana Lía se dedicó a confeccionar los ramos y los colocó por todo el
templo; los distribuyó por el presbiterio y dejó los tres mejores arreglos para
que constituyeran el adorno central, el que acompañaría al esperado sacerdote.
Su trabajo tardó más de lo que esperaba, por lo que decidió regresaría al día
siguiente, un poco antes de que se oficiara la ceremonia eucarística.
Al día siguiente, Ana
Lía realizó los últimos detalles y dio por terminado su trabajo. Llegó la hora
de que se celebrara el sacramento y decidió observar su producto final, cuando
el sacerdote entrara con su séquito y se colocara cada uno en su sitio. Juan
Alonso Tiabatus ingresó y se sentó en su silla; Ana Lía, desde la puerta
principal, sintió una pequeña molestia. Había algo que no la dejaba tranquila;
los arreglos de los lados eran perfectos, pero algo con el arreglo central le
incomodaba: sentía que estaba algo torcido, que estaba a punto de
resquebrajarse; miraba hacia un lado y hacia le otro y no lograba
tranquilizarse. Intentó ingeniárselas para subir el presbiterio y arreglar el
adorno central, el cual había comenzado a quebrarse por el peso de su
conciencia; pero al tratar de hacerlo, se vio frenada por una fuerza que le
decía que aquella imperfección nunca podría corregirse con hilo ni varas de
bambú.
3 comentarios:
¡Genial Alejandra! ¡Gracias por compartir! Me sentí como si estuviera en el pueblo de Ana Lía.
Me encantó!!!
Qué gusto y coincidencias !
Ved un rato mi blog:
www.juandisante.blogspot.com
Felicidades
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