domingo, 25 de octubre de 2009

¿Y todo eso en un autobús?




Sí. Cuando me preguntan que dónde paso la mayoría del tiempo, he de decir siempre que mi vida viaja en los asientos de atrás de un autobús.

Muchos se niegan a usarlos para evitar las presas, para conseguir llegar a tiempo, para tener un cómodo y placentero viaje o para solo guardar un poco más de privacidad. Sin embargo, puedo asegurar que todo eso también se logra en este singular medio de transporte.

Cuando no es que te enteras de que los novios ahora discuten por cómo se viste otra gente, te das cuenta de que al lado llevas a un gracioso imitador de Daddy Yankee, quien canta a capela y sin reservas una de sus piezas favoritas que guarda en un walkman de los viejos. Luego te fijas en que un niño llora o que una señora sube con las bolsas del mercado y se tambalea tanto por el movimiento del arranque que crees quedará hecha puré con verduras y frutas en el suelo.

Si te sientas al inicio, puedes conocer en detalle al chofer: cómo da el cambio del pasaje, si cuenta mucho las monedas, si irrespeta la ley usando su celular, si compresiona donde tú lo harías o si solo no acostumbra fijarse mucho en el retrovisor. En el medio del autobús conoces lo horrible que es ir apretujado, con traseros en tu cara o rodillas que chocan unas con otras. Es aburrido el centro. Atrás, la parte de atrás, tiene un toque interesantísimo: vez marcar una danza de cabezas: en las curvas todas se tambalean hacia la derecha... hacia la izquierda... y en un frenazo retumban y se descoordinan.

Descubres vendedores de postales de Hello Kitty, quienes solo piden sin decir nada o aquellos que a cambio de "Derroche", de Ana Belén, te pedirán una moneda. Están quienes se sostienen de las barras o maleteros y quienes olvidan cuadernos, bolsas o lo que sea en ellos.

Únicas son las personas que huyen de tocar tu mano o tu cabeza por equivocación o quienes se disculpan siempre al hacerlo.

Muchos detestean a los "majones en potencia" que van por el pasillo entero dejando pies aplastados. Quienes te empapan con sus sombrillas cuando llueve o los que buscan la ventana para abrirla de par en par y dejar por algún lado marañas de cabellos despeinados. Los que leen o los que miran y miran el reloj porque no tomaron el bus a la hora justa.

Los que ceden los asientos o aquellos que discuten cuando esto no sucede; los altos que pegan su cabeza en el techo o los bajitos, a quienes no les queda más remedio que salvar su equilibrio en los asientos.

Sí. Todo esto en un autobús. Y cuando te subes en ellos te conviertes en un más: uno que ronca, uno que hace malas caras, el que se tira un pedo o el primero en olerlo; el que toca el timbre a los demas o quién usa el campo de en medio; quien cabecea al dormirse o el que guarda espacios para alguien. Te conviertes en uno más, uno más que también es quien reconoce que esas monedas vale la pena sonarlas en la mano antes de que pase el bus.