martes, 17 de marzo de 2009

Felipe



Felipe llegó a su vida como el sol en las tardes de enero. Sin más que un libro bajo el brazo, un chaleco naranja con dos botones negros, unas tennis con cordones rojos y un pañuelo bordado en las puntas se sentó a su lado en una banca de la plazoleta central.
Entre humo, semáforos descompuestos y multitud de pies por las avenidas, comenzó a rascarse la nariz de la forma más divertida que jamás hubiera visto: parecía uno de estos perrillos pulguientos que andan en la calle y en una casi preparada danza se rascan el cuerpo completo. Se leyó una par de versos y comenzó a memorizar las líneas una a una. Tiene buena imaginación y una memoria que alcanza para almacenar unos cuantos años calcados en arrugas, como las que comienzan a vérsele en la frente. Y tomaba el libro con la mano izquierda y simulaba actuarlos equilibrando su cuerpo con el lado derecho. Y cerraba los ojos como tratando de recordar aquello, como inyectado con una de esas tocolillas delgadas y malolientes. Un par de versos nada más. Guardó el libro en el bolsillo del pantalón y sacó el pañuelo. Se secó la nariz y se rió como cuando se recuerda un chiste tres horas después de haberlo escuchado. Negó con su cabeza y lo distrajo un gran trasero ondulado que pasó por la plazoleta. Volvió a sonreír pero esta vez dejó ver su amarillenta dentadura, manchada por los más de 500 paquetes de cigarros que hasta sus 36 años ha fumado. Parece que lo recuerda y se toca los bolsillos del chaleco y su cara reproduce un gesto de ansia y los busca y se toquetea el cuerpo y nada. No aparecen los cigarros para calmarle el pecho que comienza a respirar más seguido. Y guarda el pañuelo y estira los brazos por todo el respaldar de la banquilla. Sólo observa a la gente: si aquel par sonríe, él sonríe sintiéndose parte; a un pequeño se le cayó el helado y él frunció el ceño y lamentó la desgracia. Si pudiera le compraría otro, pero apenas tiene las monedas para regresar a su casa, junto a su madre, sus dos hijos y una ardilla que consiguió hace cuatro días en el patio de la casa. Nunca había tenido una mascota y este le pareció un animalillo gracioso. Si parece que se rascan la nariz igual. Claro, no parece un perro, es idéntico a su ardilla. Ahora comienza a mover los pies como llevando un ritmo de merengue. Se lleva maravillosamente bien con cualquier género musical, pero el merengue le resulta un tanto más atractivo. Y cambia cada pie entre los adoquines de la plazoleta y de vez en cuando mueve un brazo. Y sonríe. Y voltea un poco hacia los lados para ver si alguien lo pilló bailando solo... sólo con los pies. Ahí se mira los zapatos y descubre con asombro que comienzan a abrirse por atrás como si tuvieran hambre. Pues en realidad quien tienen hambre es él, pues un bostezo enorme inunda su boca. Y sufre. Las tennis que mas le gustan, con aquellos cordones poco usuales y un decoradillo singular rojo y amarillo. Y sigue bailando. Y observa. De pronto mira su reloj y busca en una bolsita del chaleco. Saca un gotero blanco con tapa azul y deja caer diez gotas en la palma de su mano; diez gotas cada hora. Y las echa en su boca. Arruga la cara por el mal sabor, casi igual como cuando toma agua sin tener sed. Levanta medio cuerpo de la banca e inclina su espalda. Sus manos sirven ahora de sostén para la cabeza. Parece algo aburrido. Parece un chiquillo que está observando atentamente algo. Reposan sus gestos en sus manos. Y un viento frío inunda la plazoleta y se tapa la boca con las manos e intenta calentarlas, tal vez con el humo que lleva guardado en los pulmones. Cruza la pierna y se encoge repentinamente. Bien podría detallarse con una línea pues es uno de los hombres más delgados del mundo. Y así comienzan a movérsele las quijadas, un poco por el frío, un poco por el ansia... aún no tiene cigarros. Recuerda a sus pequeños. Repentinamente se le pinta media sonrisa en el rostro y vuelve a mirar el reloj. Y se rasca la nariz y se impulsa. Se pone de pie y se aleja. Llegó a su vida como un sol una tarde de enero. Y no volverá hasta... no volverá. Felipe es como ese segundo que pasó, como ese instante que muchos añoran para decir lo que en realidad odian o para cerrar la boca por completo y no decir nada; como ese instante en el que dijeron por qué a mi, por qué yo... o simplemente es como el sol: es nuevo cada día, ha dado una vuelta completa y eso, de por sí, ya lo hizo diferente al de ayer.